Santiago de Chile: Ocho Libros, 2006 (2ª edición), 162 pp. Hasta hace muy pocos años, los aficionados e investigadores que queríamos saber algo sobre el jazz en Chile debíamos acudir a la página web del estudioso chileno Roberto Barahona, donde de vez en cuando se vertía alguna opinión o se abría un foro al respecto, o a alguna grabación reciente de solistas y grupos consagrados internacionalmente. A la Historia del jazz en Chile, de Álvaro Menanteau, le corresponde el honor de ser el primer estudio global sobre el tema. La reseñada aquí es ya la segunda edición del libro, corregida y aumentada, lo que dice mucho de su éxito editorial. Menanteau es Magíster en Musicología y, desde 1990, profesor de música popular en el Instituto Profesional Escuela Moderna de Música. Ha reunido en esta obra los datos y conocimientos recogidos a lo largo de más de diez años en dos tesis para la Universidad de Chile (Menanteau 1995 & 2002). El libro se divide en tres capítulos, precedidos de una breve introducción y guiados fundamentalmente por un criterio cronológico, que corresponden, según el autor, a las tres “fases evolutivas” del jazz en el país. El primer capítulo se ocupa, bajo el epígrafe de “El jazz como música popular”, de los primeros años de la música afronorteamericana en Chile (pp. 23-51). El autor pasa revista aquí a la llegada de la música negra al país andino en la segunda mitad del siglo XIX, los primeros registros fonográficos conservados (tres shimies de la década de 1920) y la labor impulsora del compositor, violinista, escritor e investigador Pablo Garrido Vargas (1905-1982), pionero del jazz en Chile. La segunda parte del capítulo se centra en el despliegue del jazz en el país en los años treinta, fundamentalmente en las localidades de Santiago, Valparaíso y Viña del Mar, expresado a través de géneros como el blues, el continental, el charlestón, el foxtrot, el one-step y el swing. En esta etapa, el jazz amplió considerablemente su circuito de difusión debido a su profusión en boîtes, salones de baile, cafés y teatros, el comienzo de la radio y la irrupción del cine sonoro. El problema de este capítulo es que no encontramos ninguna definición de lo que es “jazz” en este período para el autor, punto de partida ineludible para acometer su estudio. Sólo se especifica que estas primeras manifestaciones eran “melodías” comerciales y bailables, en contraposición al jazz “hot”, “menos dulzón y más negroide” (pp. 23-24). En consecuencia, afirmar que estas expresiones musicales no eran “cien por ciento jazzísticas”, al igual que ocurría “con la orquesta de Paul Whiteman, […] Harry James o Glenn Miller” (p. 28), es discutible y teleológico. En el Chile de esa época las orquestas de baile se dividían en “típicas” y “de jazz”, y los bailes de procedencia afronorteamericana dependían de las segundas y eran denominados “jazz” o “bailes de jazz” (González & Rolle, 2005: 475; 538-574). El término “jazz”, incluso en los Estados Unidos, designó estilos y prácticas muy diferentes según quién lo utilizase hasta, al menos, bien entrados los años cuarenta (Merriam & Garner, 1968; Walser, 1999; Gabbard, 2002). Y fue visto en otros países principalmente como algo bailable, moderno y cosmopolita más que como un género con unas características musicales definidas (Jackson 2003: 10-11). Por ello, es problemático que el investigador imponga un criterio de autenticidad y un concepto de “jazz” actuales, que, no hay que olvidarlo, han sido construidos históricamente (DeVeaux, 1991). Quizás guiado por ese criterio, Menanteau no cita en su libro la llegada a Chile de la polémica cantante, actriz y bailarina norteamericana Josephine Baker (1906-1975) que, al igual que los citados Whiteman, James o Miller, forma parte hoy en día de cualquier historia del jazz alejada de esencialismos. Baker actuó en el Teatro Victoria de Santiago el 12 de diciembre de 1929, despertando el entusiasmo de la prensa y la reacción de las damas y de los sectores conservadores por sus desinhibidas y sensuales representaciones (González & Rolle, 2005: 507-512). En el capítulo central, Menanteau dedica más de sesenta páginas a las incidencias del jazz en Chile desde los años cuarenta hasta mediados de los setenta. “Más allá de la moda” se inicia en 1939 con las primeras iniciativas, llevadas a cabo por Pablo Garrido, para la creación de un club de jazz en la capital. El Club de Jazz de Santiago quedó oficialmente fundado en 1943, gracias al impulso decidido de algunos aficionados, fundamentalmente estudiantes universitarios y profesionales liberales, que en su mayoría no tenían grandes conocimientos musicales pero sí grabaciones y acceso a la literatura jazzística de la época. Esta institución se ocupó en los años siguientes de difundir y regularizar la práctica del jazz “hot” en la ciudad, así como de editar sus primeras grabaciones. Su labor y su orientación estética alcanzaron su mayor pujanza con la llegada de Louis Armstrong, que visitó Santiago en octubre de 1957 (p. 82). Ésta fue la época en la que la práctica del jazz se descentralizó definitivamente en Chile, y por ello Santiago no constituye el único escenario en el transcurre el relato de Menanteau en este capítulo. Entonces comenzaron a desarrollar sus propias actividades jazzísticas ciudades como Concepción, donde se organizó el Primer Congreso Nacional de Jazz en 1945 y al menos seis festivales de jazz entre 1956 y 1965, el núcleo formado por Valparaíso y Viña del Mar, en el que la práctica del jazz se intensificó enormemente tras la llegada de inmigrantes europeos, o, más tardíamente, Los Ángeles, donde se creó un pequeño club de jazz que llegó a organizar un festival en 1963. Fue también en este período, según el autor, cuando el jazz comercial dejó de ser una música popular en Chile, sustituido por la música tropical. El problema para falsar esta afirmación es nuevamente conceptual, ya que Menanteau no explica con exactitud ni en este capítulo ni en el anterior lo que significa para él la expresión “música popular” más allá de lo masivo y bailable. Se trata de un término que ha generado intensas polémicas en el seno de disciplinas como la historia, la sociología, la antropología y, por supuesto, la propia musicología. Esta controversia teórica todavía sigue abierta, como demuestra el infructuoso y decepcionante debate que tuvo lugar hace dos años en la principal revista sobre el tema, Popular Music (Frith et al., 2005). A eso hay que sumar que esta expresión no siempre se ha considerado válida para los países de habla hispana por su frecuente homología con el término “tradicional”. Todo ello puede llevar a considerar insuficiente la explicación del autor según la cual, en el Chile de finales de los años cuarenta, “el jazz pasó a formar parte de la música para ser escuchada y no para ser bailada” (p. 80). En la segunda parte de este capítulo, Menanteau narra la primera crisis del Club de Jazz de Santiago, generada por la polémica entre “tradicionales” y “modernos”. Como ocurrió en la mayoría de los países en los que se ha estudiado, el hecho desencadenante de tal controversia fue la llegada a principios de los años sesenta del novedoso estilo bebop, con un énfasis absoluto en la improvisación individual y el virtuosismo, que pasó a convertirse en símbolo del jazz “moderno” frente a los estilos anteriores. Sin embargo, al contrario de lo acontecido en otras ciudades como París o Buenos Aires, la discordia no fue violenta, y el Club de Jazz de Santiago no se disolvió ni se segmentó. Sus socios decidieron, curiosamente, asignar el primer piso del local al jazz “tradicional” y el segundo al “moderno”. Más tarde los incondicionales del primero se trasladaron a otra sede, pero el Club siguió sin deshacerse hasta los años setenta. Durante los años sesenta fue el jazz “moderno” el que tuvo un mayor auge en la capital del país, gravitando alrededor de la figura del pianista Omar Nahuel. Con él actuó la que según Menanteau puede considerarse la primera cantante con dedicación casi exclusiva al jazz, Sophie Brown. A pesar de la temprana muerte de Nahuel en 1969, sus enseñanzas e influencia fueron claves en el florecimiento, en los años siguientes, de novedosos proyectos como los de los pianistas Roberto Lecaros y Matías Pizarro (que intentaron aproximar el jazz “moderno” al gran público) o el de Manuel Villarroel (pionero del jazz “free”). Desde comienzos de los años setenta se dio en Chile el nacimiento del jazz eléctrico con grupos como Fusión, bajo la figura del bajista Enrique Luna, Tiempo de Swing, un conjunto estable de la Televisión Nacional, y el ecléctico Aquila. Unos y otros vieron truncada su notable progresión en 1973, con la instauración de la dictadura militar de Augusto Pinochet, que promulgó restricciones a la libertad y el horario de los espectáculos. El tercer y último capítulo, “La fusión criolla”, trata el proceso de integración de elementos rítmicos, melódicos e instrumentales de la música tradicional chilena en el jazz y viceversa. Comenzada a finales de los años setenta, conllevó un nivel considerable de originalidad y autonomía artísticas y el fin del predominio “de una dinámica de tipo imitativo, que buscaba estar en sintonía con la modernidad del jazz de la metrópolis” (p. 121). Menanteau abre esta sección con una breve y certera reflexión sobre los problemas del término “fusión”: tal y como ha sido formulado en los Estados Unidos, se refiere exclusivamente a la combinación concreta entre el jazz y el rock que popularizó Miles Davis desde 1968, y por tanto es restringido y poco operativo para otras transculturaciones musicales. Dicho esto, el autor aboga por una redefinición del término, adaptándolo a su propio “punto de vista geográfico y cultural” (pp.122-123). Para él, la “fusión” pasaría a ser “la combinación de nuestra música tradicional con cualquier otra música o procedimiento musical foráneo”, y con ese significado la utiliza en las páginas siguientes. Pero esta utilización es, quizás, innecesaria. Es cierto que el término “fusión” es altamente problemático, no sólo por su significado limitado y etnocéntrico sino porque procede del mundo tecnológico y se refiere a una mezcla cuyo producto es una creación perfecta en la que los elementos incorporados no pueden ser identificados (Steingress, 2002). Por ello, la musicología ha prescindido mayoritariamente de él desde hace unos años y ha intentado reivindicar el uso de otros vocablos que lo sustituyan. El que más éxito ha tenido, por recibir un mayor soporte teórico y sistematización, ha sido el término “hibridación”, que ha llegado incluso a ser dividido en categorías (Holzinger, 2002). No está exento de problemas, pero evita el tener que lidiar con otros, como “fusión”, tan arraigados en el vocabulario musical académico y popular. Menanteau estudia a continuación a algunos de los personajes y conjuntos más destacados de esta “fusión criolla” desde 1975, como el vibrafonista, compositor y arreglador Guillermo Rifo, líder sucesivo del Sexteto Hindemith y de Latinomúsicaviva, el percusionista Carlos Vera, y grupos como Quilín, Cometa y, un poco más tarde, Alsur y La Marraqueta. El autor dedica las últimas páginas a reseñar lo más destacado del jazz en Chile durante la década de 1990, cuando el fin del aislamiento internacional propició, al fin, la llegada de conocidos músicos extranjeros, y termina con un listado de nombres de algunos de los principales jazzmen del siglo XXI. Esta relación final, quizás demasiado esquemática, puede ser ampliada por los lectores con el estudio que el periodista Íñigo Díaz dedicó en 2006 a lo que el llamó “Generación cero-cero” del jazz chileno (Díaz, 2004). Completan el libro una amplia discografía de seis páginas, una bibliografía y un útil “Índice de nombres, estilos y lugares”. En la discografía podemos encontrar la mayoría de las grabaciones “oficiales” de los solistas y grupos chilenos de jazz más conocidos a lo largo de ochenta años, desde 1926 hasta 2006, y en todo tipo de soportes. En ella se detallan el nombre del conjunto y sus componentes o del solista, el título de la grabación, el año, la discográfica y el número de referencia del registro. La bibliografía, por el contrario, es escasa y anticuada. La componen veinte referencias, incluidas tres del propio autor, y abunda en publicaciones que han envejecido mal. Además del ineludible pero tradicional The New Grove Dictionary of Jazz, editado por Barry Kernfeld en 1988, el único libro sobre jazz es el celebérrimo manual del crítico alemán Joachim E. Berendt, caduco y convencional. Desde la publicación de la última edición revisada en 1981 (las posteriores revisiones de Günther Huesmann no se han traducido al inglés ni al español) se han escrito numerosos estudios generales que, desde una perspectiva cultural, social, estilística, o bien incidiendo en la difusión internacional del jazz, son más provechosos para el investigador, y cuyo listado sería inútil hacer aquí. Faltan también la tesis doctoral del pianista chileno Carlos Silva sobre la performance en el actual Santiago de Chile, interesante para conocer las tendencias, los mecanismos y la relación con el público de los solistas y grupos en el presente (Silva, 2002), y el reciente y magnífico estudio ya citado de Juan Pablo González y Claudio Rolle (2005). Se agradece el arduo trabajo de investigación y recopilación que Menanteau ha dedicado a acompañar el texto con imágenes: el libro cuenta con 125 ilustraciones en blanco y negro que recogen protagonistas, grabaciones y artículos diversos, y que facilitan y amenizan enormemente su lectura. Resulta también impagable el documento sonoro que acompaña al libro, y que nos permite acceder a algunas de las grabaciones más emblemáticas de la historia del jazz en Chile hasta 1990: un disco compacto con veintitrés temas, la mayoría de ellos de extraordinario valor e interés y muy difíciles o imposibles de conseguir por otros medios. La Historia del Jazz en Chile de Álvaro Menanteau es un libro fundamentalmente descriptivo, y sus lectores pueden echar en falta que los avatares de la práctica jazzística se pongan en conexión con las distintas realidades sociales, económicas, políticas y culturales del país a lo largo del siglo XX. Son varias las cuestiones que quedan en el aire y los aspectos que demandan una investigación y una contextualización más exhaustivas: la influencia que la quiebra de la industria salitrera y el consiguiente éxodo rural tuvieron en la conformación del ocio en las ciudades tras la Primera Guerra Mundial; la relación entre la postrera recepción del jazz “moderno” en Chile y la tardía cristalización de la clase media, su principal punto de apoyo; la relación entre la fundación del Instituto Chileno-Norteamericano de Cultura en los años cincuenta, principal programador y dinamizador del jazz en el Chile de esa época, y los intereses estadounidenses en un país en el que el comunismo era una fuerza política en auge en plena Guerra Fría; o las razones de la paradójica conversión de Chile en una sociedad de consumo masivo, con la consiguiente abundancia de discos y de literatura sobre jazz, precisamente en la época de mayor integrismo político y aislamiento internacional del régimen de Pinochet (posiblemente achacable al modelo neoliberal de Milton Friedman y la Escuela de Chicago que la Dictadura implantó para corregir la crisis). En el caso de músicas en constante diáspora, como el jazz, las condiciones de recepción han condicionado enormemente los estilos y elementos acogidos en diversos territorios. Sin embargo, el libro de Menanteau es una fuente detallada y apasionante para el curioso que quiera saber algo más sobre el jazz en el país andino, y un punto de partida ineludible para aquél que quiera profundizar en su estudio. Ojalá sigan su ejemplo muchos investigadores latinoamericanos que todavía no se han interesado por los anales del jazz en sus respectivos países. Las conexiones entre sus correspondientes historias nacionales y regionales mostrarán más argumentos para afirmar que el jazz no fue “inventado” y luego exportado, sino que se fraguó durante su propio proceso de diseminación (Johnson, 2002: 39).
ISBN 956-8018-13-1
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