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Karaoke como metáfora política

Antonio Méndez Rubio

Found out this morning There´s a circus coming to town...
TALKING HEADS, The democratic circus (1988)


En la teoría social más reciente se ha convertido ya en un lugar común la constatación, según diversos grados de complacencia, de la situación de intensa crisis que viven los regímenes democráticos liberales. Tal diagnóstico se apoya en fenómenos en auge como pueden ser el declive en la afiliación a los partidos políticos y los sindicatos, el descenso de las tasas de participación electoral general, la corrupción o el protagonismo creciente de un poder tecnocrático televisual (véase, sin ir más lejos, el reciente fenómeno Berlusconi en Italia). La sensación cultural que se respira en los últimos años del siglo XX es la de una mayoritaria desilusión con lo político &endash;al menos con lo político entendido en términos de actividad profesional concentrada en la esfera del gobierno representativo.

De hecho, sería una abstracción absurda pensar que la cultura se da separada de lo político en sentido amplio. Aquélla metaforiza los procesos ideológicos patentes o latentes en una sociedad, y a la inversa. En un circuito complejo y conflictivo, lo político, lo económico y lo cultural se reencuentran materialmente, no sólo contribuyen recíprocamente a darse forma sino también a transformarse en diferentes direcciones. Las relaciones entre tecnología y tecnocracia o, en términos más globales, entre economía y política en el terreno de la cultura hacen emerger su complejidad, por ejemplo, con el avance de las contradicciones entre pluralidad receptiva y concentración productiva &endash;tensión que muestra como pocas el alcance real de los peligros que amenazan el orden existente. En realidad, ya la distinción entre política y economía, como entre democracia y tecnología en el terreno de la cultura y, dentro de ella, de la música, tiene apenas una justificación meramente expositiva.

En tiempos como los actuales de semidictadura económica y demodictadura cultural (Díaz-Salazar, 1994: 18-19) la fascinación por las nuevas tecnologías cala en la práctica social de los estratos populares en un grado directamente proporcional a la falta de control y poder de decisión de éstos sobre el diseño y la difusión de aquéllas. El progreso tecnológico, como emblematiza la puesta en escena de los informativos televisivos diarios, se va dotando así de un creciente poder añadido de legitimación y sanción, de garante de la verdad de lo que (se dice que) ocurre. En último término, como señalaba Román Gubern, "la tecnología aparece, por lo tanto, como tabla de salvación de los desastres generados por un modelo social rapaz, despilfarrador, imprevisor y basado en el egocentrismo insolidario" (1978: 17). Éste es, a grandes rasgos, el encuadre para la cuestión de la tecnología cultural como problema político (Méndez Rubio, 1997) que estas páginas quisieran insinuar de forma esquemática. De ello podrían tal vez desprenderse argumentos suficientes para no aceptar acríticamente las proclamas de democratización cultural que han venido defendiendo teóricos de tanta celebridad como Morin, Vattimo o Lipovetsky. En sus postulados es frecuente no abordar las contradicciones tanto como expresiones y/o legitimaciones de conflictos sociales como en tanto residuos de una ambigüedad, la cual, a su vez, resulta menos problemática por optimista que por abstracta.

¿Qué está sucediendo en el espacio en tensión de lo popular-masivo cuando "frente a la técnica y a la experiencia la gente normal se encuentra reducida a un estado de dependencia total, [y] tanto es así que muchas personas se sienten por completo incompetentes para expresar sus propias opiniones y puntos de vista" (Elliott/Elliott, 1980: 141)? ¿Qué tipo de cauces ofrece para la participación y la creatividad cultural real el mundo democrático en que vivimos? Al hablar de las nuevas dinámicas sociocomunicativas mayoritarias, ¿se trata de procesos de democratización radical o de la generación de determinados efectos democráticos? Y esto, ¿en qué sentido? Evidentemente, preguntas de este orden exigen por sí solas un trabajo de investigación y análisis interdisciplinar de cuya necesidad estas páginas sólo pretenden contribuir a tomar conciencia. Para este fin, van a limitarse a comentar, en clave de símil hipotético, un caso particular de la tecnología cultural o del entretenimiento de nuestros días.

Un ejemplo previo. La trayectoria reciente del régimen de colaboración entre innovación tecnológica e ideología dominante dispone de hitos considerables como el reproductor de cassettes audio portátil y miniaturizado que se conoce como walkman. A pesar del recelo de algunos de los ingenieros del proyecto, las protestas del departamento contable y la falta de entusiasmo de los responsables de la campaña de márketing, la compañía japonesa Sony puso a la venta el primer walkman en julio de 1979. Las inversiones y el esfuerzo final, con todo, fueron superiores a las dudas iniciales. Los resultados no tardaron en llegar: ocho años y medio más tarde se habían vendido ya treinta y cinco millones de unidades de las diferentes variantes del nuevo modelo de reproductor musical.

Entre las razones que explican el riesgo inversor asumido por la compañía Sony se han insinuado las motivaciones competitivas de la integración, en 1978, de la división de aparatos de radiocassette en la sección de radio con el consecuente debilitamiento de la división de máquinas grabadoras. La situación requería el lanzamiento de un nuevo producto que reestimulara el consumo y, por tanto, el mercado potencial de la compañía. Aquí entraba en escena el walkman. Entre las explicaciones posibles de su aceptación social, todavía en aumento en los últimos años del siglo XX, destacaría la capacidad intrínseca del nuevo aparato para individualizar la escucha, para personalizar la recepción fuera de los márgenes estrechos y, a menudo, estáticos, de la domesticidad. El walkman hacía posible, en palabras de Keith Negus, la fantasía de "excluir a la sociedad sin irse a una isla desierta" (1992: 36). En otras palabras, investigación tecnológica y decisiones empresariales hacían confluir el esfuerzo por sacar provecho de las últimas tendencias económicas y culturales y, simultáneamente, el efecto de reimpulso a los hábitos cada vez más generalizados de aislamiento comunicativo.

Si se hace corresponder de forma tosca democratización e individualización no cabe duda de que la difusión mundial del walkman ha supuesto un avance cultural incontestable. Si, por contra, este proceso individualizador ha visto extirpada de su raíz la condición productiva y dialógica de toda socialización, entonces, quizás, sería más apropiado plantear la cuestión, como máximo, en términos de efecto democrático. La problemática, desde luego, no es sencilla y admite matices valorativos muy diversos en cuanto se tienen en cuenta las dimensiones de multifuncionalidad semántica y prágmática que incorporan los textos y los usos. Pero al menos, enfrentada desde este punto de vista, la cuestión quizá dejaría saltar a la vista las implicaciones y los intereses institucionales que respaldan la reorganización imperceptible de lo cotidiano.

Una de las expresiones más claras y más ricas de este efecto de democratización, casi una metáfora de sus presupuestos y su disposición real, la constituye la nueva tecnología audiovisual del entretenimiento llamada karaoke. El karaoke, exportado también desde Japón a todo el mundo, ha vivido y está viviendo en televisiones, pubs, domicilios y todo tipo de locales recreativos, fijos o provisionales, un éxito inaudito. Ante su impacto, se diría que ha calado en un imaginario colectivo y un momento histórico de la práctica social que le eran y le son altamente propicios.

La noción de efecto democrático retrotrae a la noción barthesiana de efecto de realidad. Hablando de éste, de la desintegración del signo que éste incorpora, Barthes sugería que

"está ciertamente presente en la empresa realista, pero de una manera en cierto modo regresiva, ya que se hace en nombre de una plenitud referencial, mientras que, hoy en día, se trata de lo contrario, de vaciar el signo y de hacer retroceder infinitamente su objeto hasta poner en cuestión, de una manera radical, la estética secular de la representación" (Barthes, 1987: 187).

La hipótesis que propongo debería empezar realizando una lectura distorsionada, perversa, como al contraluz, de estas palabras de Roland Barthes: reemplazando "estética" por "política" y leyendo términos como "empresa" y "representación" no ya desde el ángulo de la teoría del discurso sino del de la teoría económica y la teoría política, con la intención de comprender cómo la construcción del efecto democrático por parte de cada uno de los elementos semióticos del karaoke puede rimar con las estructuras reales de la tecnología comunicativa y la actual democracia masiva.

A primera vista, varios ingredientes sustentan el irresistible mecanismo de seducción del karaoke. En primer lugar, le es constitutivo un cierto efecto de impresivilidad en la participación &endash;inherente al (efecto de) directo&endash; lo que realimenta y reactiva continuamente las expectativas del público. Los principales componentes de su puesta en escena son éstos: un monitor de televisión en función de guía que reproduce la letra de cada canción a la vez que la ilustra con una banda de imágenes con una cierta familiaridad temática conducente a narrativizar la canción. Un repertorio, digamos, inofensivo, de canciones procedentes de la tradición melódica o de clásicos del pop-rock. Posiblemente sea más pertinente que el carácter escasamente agresivo de las canciones &endash;ajenas a géneros como el punk, el heavy o el rap...&endash; la apreciable necesidad de que dichos temas sean conocidos: difícilmente podrían cantarse si no lo fueran &endash;y, por otra parte, el karaoke no se presenta como artefacto destinado a promover la creatividad, la imaginación constructiva o la improvisación sino, más bien, a reconducir éstas a los moldes preestablecidos del hit parade. El/la participante, así, entre nervios, torpeza y algunas dosis de aplomo excepcional, interpreta la canción siguiendo el avance en color del texto oral en la pantalla televisiva. Ésta, a su vez, constituye un dispositivo que interpela al espectador invitándolo a ser también partícipe del espectáculo sin necesidad de moverse de su sitio.

El/la participante, con frecuencia, mientras canta en un pequeño y elemental escenario ad hoc, no es consciente, por tanto, de que el público, entre sonrisas y vergüenza ajena, dedica aún más atención e intensidad a corear la letra de las canciones que a aplaudirlo/a y aclamarlo/a efusivamente. Su versión televisual &endash;a cargo, como muestra, de la cadena Tele 5 en Italia y España&endash; incluye tres elementos más: la presencia de un presentador (masculino) que coordina la selección de participantes &endash;ya prevista de antemano: los segundos de tiempo en televisión son demasiado caros&endash;, da la palabra (esto es, el micrófono, la posibilidad de hacer uso de ella) y complementa a veces la labor de apoyo de la pantalla &endash;digamos&endash; intradiegética, es decir, refuerza y se contagia de su función de guía &endash;invisible aquí puesto que dicha pantalla no aparece en el campo de las cámaras de que se compone la emisión, sustituida aquélla por la propia del espectador doméstico donde se ofrecen simultáneamente los mismos rótulos que ahora convocan a éste; la inclusión de segmentos de publicidad y televenta dentro y fuera &endash;disolviendo esta frontera&endash; del programa; por último, la repetición de los "momentos estelares" del programa, es decir, la autoexhibición o recreación de un espetáculo que se espectaculariza a sí mismo cada día en el marco de una ciudad distinta. La relación entre los participantes en la versión televisada del karaoke se basa en el modelo clásico de concurso y competencia por aplausos ("aplausómetro"), y termina con el encuentro de éstos y parte del público en el escenario donde el presentador resume y, cantando él mismo, clausura el devenir de la representación.

Es urgente aclarar que, evidentemente, el funcionamiento del karaoke y el de la democracia liberal ni son simplemente identificables ni tan siquiera comparables en relación a las dimensiones de su acción y su influencia. Sólo intento apuntar la posibilidad de que, en ambos casos, su exitosa propagación se haga en nombre de una plenitud participativa que, de ningún modo, esté poniendo en cuestión "la política secular de la representación". En todo caso, la composición estructural, semiótica y/o sociológica, de ambos constructos socioculturales, el karaoke y la democracia masiva, dispone de puntos de encuentro suficientes (monitor de tv como guía, repertorio de temas melódicos ya conocidos, efecto fantasmático de impredictibilidad, participación subordinada a esquemas prefijados, espectáculo autorreferencial, difusión por cauces comerciales y publicitarios...) como para descartar, o al menos evaluar desde una lógica alternativa, una simple sorpresa del azar.

La lógica inofensiva de los comportamientos, propia del uso más generalizado del karaoke, puede ser tan aplaudida por los vigilantes de la moral pública como denunciada por quienes defiendan una concepción revolucionaria de la música y la cultura. Éste podría ser el caso, como muestra, del grupo Def Con Dos, el cual ha grabado en su elepé Alzheimer (1995) una pieza instrumental titulada "Bebe y lucha" precedida por la inserción de una recia voz femenina que nos invita, amablemente, a participar en el Karaoke Def. El tema es una adaptación sin voz del conocido "Fight for your right" cuya nueva letra (incorporada a los créditos del disco) fue censurada por la editorial de los Beastie Boys al considerarla "nociva para la juventud". La censura encuentra entonces en el modelo de performance del karaoke un cauce idóneo para dejar traslucir su huella represiva, su cicatriz. El oyente/lector puede ahora cantar la canción de Def Con Dos sin necesidad de que las voces del grupo reproduzcan explícitamente sus versos nocivos. El resultado, en la línea carnavalesca de grupos como Siniestro Total o Los Toreros Muertos, articula irónicamente el viejo desiderátum benjaminiano de "ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución" (Benjamin, 1988: 58).

Tal vez se refieran a prácticas como ésta del karaoke las afirmaciones en el sentido de que "el simulacro de participación puede ser más soportable que la simple exclusión" (Marín/Tresserras, 1994: 223). No obstante, justamente esta apreciación puede invitar menos a la aceptación sin condiciones de dicho simulacro que a reflexiones y acciones que conduzcan a dejar de hacer de la exclusión una posibilidad más entre otras. La cuestión, desde luego, requiere un comentario más pausado y un tratamiento más amplio del concepto y las diferentes dimensiones materiales de lo que llamamos democracia. No obstante, nos permite también adentrarnos críticamente en la comprensión de aquellos procesos por los cuales, como señalaba Enzensberger, determinados deseos de emancipación popular ven absorbida su fuerza explosiva mediante los mecanismos de una cultura masiva en la que, a menudo, "la exhibición del consumo es la anticipación parodística de una situación utópica" (Enzensberger, 1972: 40).

En este contexto sería razonable sugerir la posibilidad de que las continuas invitaciones publicitarias y propagandísticas &endash;ya sea desde los grandes media como desde el parlamento o desde prestigiosos ensayos e instituciones de la teoría de la cultura&endash; a la pluralidad, la interactividad o el riesgo (el catálogo 1991-92 de las videocámaras Philips Explorer invitaba al "placer de compartir la aventura") estén promoviendo todo un lifestyle cuya continua movilidad, y hasta excentricidad en ocasiones, provoca e incluso "ordena una presión hacia los márgenes del orden, pero sin tocar el orden" (Calabrese, 1989: 72). En cualquier caso, el problema nos llevaría a la consideración de los conflictos probables entre el diseño o la programación institucional de una determinada práctica tecnológica, de un lado, y los usos socioculturales que de hecho puedan hacerse de ésta en momentos y contextos históricos particulares, de otro. En efecto, la lucha por una cultura como espacio plural de participación y colaboración sigue siendo un reto tanto teórico como práctico.

Antonio Méndez Rubio
<antonio.mendez@uv.es>


Referencias bibliográfricas

  • BARTHES, R., 1987. El susurro del lenguaje, Barcelona: Paidós.
  • BENJAMIN, W., 1988. "El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea", Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Madrid: Taurus, pp. 41-62.
  • CALABRESE, O.,1989. La era neobarroca, Madrid: Cátedra.
  • DÍAZ-SALAZAR, R.,1994. Un nuevo ciclo para la izquierda, Barcelona: Cristianisme i Justícia.
  • ELLIOTT, D./ELLIOTT, R.,1980. El control popular de la tecnología, Barcelona: Gustavo Gili.
  • ENZENSBERGER, H. M., 1972. Elementos para una teoría de los medios de comunicación, Barcelona: Anagrama.
  • GUBERN, R.,1978. "La utopía/infierno de la opulencia comunicacional capitalista", El Viejo Topo 17, pp. 17-21.
  • MARÍN, E./TRESSERRAS, J. M.,1994. Cultura de masses i postmodernitat, Valencia: Tres i Quatre.
  • MÉNDEZ RUBIO, A.,1997. Hacia una teoría crítica de la cultura, Valencia: Universitat de València.
  • NEGUS, K.,1992. Producing Pop (Culture and Conflict in the Popular Music Industry), London: Edward Arnold.

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